Esperaba una epifanía, o un rayo de luz que me partiera al medio, o al menos un puñado de recuerdos en formato súper 8 que no me dejaran seguir con mi vida. 
Pero no hubo nada de eso. 
Ni nada de eso, ni nada de nada. 
Solo unas horas de llanto y al hecho, pecho. 
Me levanté al día siguiente y salí a patear la calle. Y seguí viviendo, sin dolor, sin pesadumbres, sin angustia. 
Seguí y punto.
Y conocí gente nueva, y besé labios desconocidos, y hablé idiomas que no comprendía. 
Y así todo, 
así mi vida, 
así hoy sin vos, pero igual a cuando estabas, o tal vez mejor, más libre, más tranquila, más segura. 
Qué raro haber pensado que sin vos me iba a morir y estar acá haciendo algo tan simple como vivir. Y sobretodo disfrutar; poder reírme con ganas, poder planear, proyectar, soñar, y no escuchar el eco de tus peros. Poder mirar el futuro sin dudas y sin temblores. Ya no hay cuerda floja, ni árboles que tapen el horizonte, ni vivo con el miedo de perder. 
Porque ya te perdí.
Es como algo que alguna vez leí por ahí, es la ventaja que tenemos las personas rotas, las personas dañadas:
ya pasamos por esto, y ya sabemos cómo sobrevivir.